La progresión al caminar se define en ocasiones como la capacidad constante de perder el equilibrio y volver a recuperarlo. De esa manera se crea movimiento. Pasamos de apoyar con un solo pie al apoyo bipodal, el de la seguridad, una vez tras otra. 

Durante la carrera, por el contrario, pasamos de tener un solo apoyo a no tener ninguno, por estar en aire, de manera repetida. En ningún momento se apoyan ambos pies.

Parece algo lógico pensar que si apoyamos en un solo pie, el peso del cuerpo recae en menos superficie y aumenta la demanda mecánica en los tejidos del mismo mientras que si el otro también contacta con el suelo para ayudar, la distribución de la carga es más generosa y aumenta el equilibrio. Parece que si la misma actividad la soportan dos elementos es menos dura que si tiene que sacarla adelante uno solo. También parece obvio llegar a la conclusión de que en la carrera el trabajo de cada pie es tremendo porque tiene que recoger el peso del cuerpo y volver a elevarlo con mucho más ímpetu que al caminar y sin ayuda.

Pero no todo es lo que parece. Lo bonito de la biomecánica es que, en condiciones ásperas, es capaz de obtener ahorro de energía: soportar el impacto contra el suelo, amortiguar y preparar para la propulsión podría ser muy duro si no hubiera herramientas asombrosas en el cuerpo para sobrellevarlo. 

No sé si habéis escuchado alguna vez aquello de que si en un campo de fútbol, o en un concierto, se pusieran a lo largo de las gradas receptores de energía para los impactos de los pies contra el suelo, podría acumularse tanta energía como para proveer de sonido e iluminación a ese mismo espectáculo y alguno más.

El impacto del pie contra el suelo crea energía. Esta energía puede reutilizarse gracias a propiedades elásticas de los tejidos o quedar paralizada por un fallo en su transmisión a lo largo del sistema músculo-esquelético, esto último aumentaría el esfuerzo requerido para continuar con la actividad al mismo tiempo que el riesgo de lesión.

De esta manera aparecen en escena el suelo, el pie que con él contacta y el resto del cuerpo que ha de acumular la energía creada para devolverla llena de utilidad. El terreno sobre el que corremos podemos ir escogiéndolo hasta cierto punto. Nuestro pie podemos cuidarlo y atenderlo si algo parece no funcionar. El resto del cuerpo es totalmente necesario: corremos con las piernas, la pelvis, con el esternón y la cabeza, con las costillas y la respiración, con los brazos, con la columna vertebral y cada una de las vértebras que la forman. Nuestra misión con el cuerpo es, como mínimo, prestarle atención. Más adelante profundizaré en este asunto.

Por el momento, nos replanteamos algunas obviedades: que se está más seguro con los dos pies en el suelo, puede ser. Los ancianos tienden a abusar de este apoyo al caminar por miedo a las caídas. Pero si existe un balanceo adecuado de brazos, un buen uso de la globalidad corporal, logramos un equilibrio dinámico. Y si entre las distintas partes del cuerpo puede transmitirse la energía que nos aporta el impacto contra el suelo para ser devuelta en la siguiente zancada, además de equilibrados tenderemos más vitalidad.

En resumen diré que tener los dos pies en el suelo es más seguro, pero lento, casi estático. Al correr contactamos poco con el suelo y lo ideal es aprovechar ese breve impulso para pertenecer al aire.

Tener los dos pies en el suelo es más seguro. Utilizar el suelo para volar es más divertido. Y tú, quizá, serás más libre.

¿Quién escribió el artículo?

Podóloga, fisioterapeuta, profesora del método Feldenkrais e investigadora científica, pionera en el ámbito de la diabetes y el ejercicio terapéutico.
Experta en la realización del estudio biomecánico de la pisada orientado a crear plantillas donde el gesto técnico y la calidad del movimiento son parámetros esenciales.

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